Así como a los ingleses se los relaciona con el té, a los escoceses con el whisky, a los colombianos con el café, y las gaseosas son el patrimonio cultural de Estados Unidos, el cliché indica que a los argentinos y uruguayos se nos debe asociar al mate. Aunque muchos no veamos la gracia de chupar un palo metido en un montón de yuyos mojados cuando bien podemos hacer una rica infusión sin tanto aspaviento, igualmente cargamos con su estigma alrededor del mundo.
La popularidad del mate no tiene una explicación demasiado lógica. A pesar de sus innumerables complicaciones (no se puede tomar en la calle, se necesitan utensilios muy específicos, hay que cambiar la yerba varias veces y mantener el agua caliente todo el tiempo), el mate debe ser la bebida que más pasiones despierta en nuestro país. Tiene detractores y fanáticos, y en consecuencia hay un montón de teorías personales, técnicas infalibles y recetas dando vueltas. Están quienes defienden el mate amargo, los que lo toman frío, los que no pueden compartirlo, y también el caso opuesto: los que lo toman con todo el mundo.
Previsiblemente, a mí el mate no me gusta. Y no sólo no me gusta, sino que las manías obsesivas y patológicas que los demás tienen con el mate me resultan insoportables. Es un ritual de apariencia campechana y simple pero que en realidad está lleno de prohibiciones (no le pongas azúcar, no muevas la bombilla, no mojes toda la yerba, no hiervas el agua, no uses el mate sin curar) y de celosos procesos que cada cebador transforma en una cuestión de principios que debe defender a muerte. Además, es una asquerosidad. Nunca falta un inadaptado con la boca en pésimas condiciones mendigando un mate inmune a la mirada de terror de los demás.
